En la edición de ayer 4 de agosto del Diario Perfil salió publicada un artículo de Diego Valenzuela (*) sobre el lado oscuro de la identidad portuaria de Buenos Aires en tiempos de la colonia (ver aquí el enlace).
Dos fragmentos del texto me llamaron especialmente la atención por la actualidad que denotan.
En primer lugar, el pasaje referido a los vacuos intentos de las autoridades por desactivar el sistema; una foto de los actuales nichos de corrupción y las muchas cajas negras que administran inescrupulosos aduaneros, especialmente en la principal aduana del país.
Por otro lado, el fragmento del final, que alude a la decisión política de tolerar el comercio ilegal como una manera de sostener sostener el satus quo, desnudando la propia incapacidad del Estado para generar una sociedad equitativa y socialmente integrada. Doscientos años después, la brutal expansión de espacios como La Salada demuestra la decisión política de "laissez faire" en tiempos de una creciente presión fiscal y de un agobiante comercio exterior administrado.
El mito urbano sostiene que debajo de Buenos Aires hay innumerables túneles que servían en tiempos de la colonia para facilitar el contrabando. Pero la realidad histórica es que el comercio ilegal, fuente de grandes fortunas porteñas, no necesitaba de pasadizos secretos, se hacía en la superficie, y a la vista de todos.
Los túneles se justifican en la necesidad de defensa de la ciudad, o a lo sumo en la necesidad de circular en una ciudad hostil. Buenos Aires era una aldea sin calles asfaltadas y menos veredas, cruzada por ráfagas de polvo o inundada por barro cuando llovía. Ir de un edificio importante a otro podía convertirse en una misión casi imposible.
Como elemento de defensa, los túneles habrían servido para unir las manzanas fuertes de Buenos Aires, fundamentalmente a partir de los edificios religiosos. Como no pudieron completarse, quedaron sólo fragmentos debajo de los principales edificios públicos, entre la Manzana de las Luces, el Cabildo, y la Catedral. No se ha encontrado conexión con el Fuerte (hoy Casa Rosada).
Los túneles no eran necesarios porque entonces el 90% del comercio se hacía por izquierda. Para ser claros: el contrabando fue una de las principales actividades realizadas por los comerciantes de Buenos Aires, forma de mantener activa y poblada a la ciudad, y financiando un dispositivo de defensa. Las intentos de reprimirlo fueron vanos, y se llegó al punto de comprar legalmente cargos públicos por parte de contrabandistas (en “subastas públicas”), quienes concentraban así poder socioeconómico y administrativo.
Eran habituales las alianzas entre contrabandistas y funcionarios, asociación de intereses y corrupción. Los comerciantes eran influyentes y ayudaban a los funcionarios a vivir una vida menos penosa en el Plata. De hecho, el contrabando es el origen de la hermosa ciudad de Colonia, que se convertiría por decisión de los portugueses en la puerta de escape del comercio de Buenos Aires y centro para el comercio no permitido.
Un documento de 1760 afirma que el contrabando “se hace sin reparo y a la vista pública”, y asegura que “los encargados de los registros avalan o participan del comercio ilegal”.
Los exorbitantes derechos que se cobraban en medio del sistema monopólico desalentaban el comercio legítimo. En la zona del Río de la Plata se concentraban quintas, chacras y estancias. El Riachuelo –un riacho apacible y no una cuenca contaminada como hoy– era zona clave de ingreso a la ciudad y puerto natural.
Los barcos descargaban los esclavos y las mercaderías en muelles privados, sin pasar por el Puerto ni por la vista de las autoridades. Los datos que “blanqueaban” los capitanes solían reflejar una pequeña parte del comercio que verdaderamente se realizaba.
Zacarías Moutoukias, en su clásico trabajo Contrabando y control colonial, explica que el contrabando en el Río de la Plata fue un fenómeno masivo que consistía en la “infracción regular de las normas” con la complicidad de los representantes de la Corona, quienes de este modo se integraban en la oligarquía local.
Poco interesa que esas actividades estuvieran prohibidas. “La confusión aumenta con la utilización del término corrupción, cargado de anacrónicas connotaciones delictivas”, desafía Moutoukias. Es que resulta delicado distinguir entre comercio legal e ilegal: ambos formaban parte del mismo fenómeno y eran protagonizados por las mismas personas.
Los historiadores juzgan al contrabando como algo parecido a una válvula de escape a las contradicciones del sistema; el comercio ilícito era consecuencia de la incapacidad de la industria española de abastecer a las plazas americanas, justificando la ilegalidad en la necesidad de sostener cierta prosperidad comercial que asegurara la existencia de los dominios hispanoamericanos. La complicidad de los funcionarios reales era justificada en los vacíos de las leyes, en los bajos sueldos que recibían y en la demora en cobrarlos.
Y, como se dijo, no necesitaban de misteriosos túneles: el contrabando se hacía a la luz del día.
Dos fragmentos del texto me llamaron especialmente la atención por la actualidad que denotan.
En primer lugar, el pasaje referido a los vacuos intentos de las autoridades por desactivar el sistema; una foto de los actuales nichos de corrupción y las muchas cajas negras que administran inescrupulosos aduaneros, especialmente en la principal aduana del país.
Por otro lado, el fragmento del final, que alude a la decisión política de tolerar el comercio ilegal como una manera de sostener sostener el satus quo, desnudando la propia incapacidad del Estado para generar una sociedad equitativa y socialmente integrada. Doscientos años después, la brutal expansión de espacios como La Salada demuestra la decisión política de "laissez faire" en tiempos de una creciente presión fiscal y de un agobiante comercio exterior administrado.
El mito urbano sostiene que debajo de Buenos Aires hay innumerables túneles que servían en tiempos de la colonia para facilitar el contrabando. Pero la realidad histórica es que el comercio ilegal, fuente de grandes fortunas porteñas, no necesitaba de pasadizos secretos, se hacía en la superficie, y a la vista de todos.
Los túneles se justifican en la necesidad de defensa de la ciudad, o a lo sumo en la necesidad de circular en una ciudad hostil. Buenos Aires era una aldea sin calles asfaltadas y menos veredas, cruzada por ráfagas de polvo o inundada por barro cuando llovía. Ir de un edificio importante a otro podía convertirse en una misión casi imposible.
Como elemento de defensa, los túneles habrían servido para unir las manzanas fuertes de Buenos Aires, fundamentalmente a partir de los edificios religiosos. Como no pudieron completarse, quedaron sólo fragmentos debajo de los principales edificios públicos, entre la Manzana de las Luces, el Cabildo, y la Catedral. No se ha encontrado conexión con el Fuerte (hoy Casa Rosada).
Los túneles no eran necesarios porque entonces el 90% del comercio se hacía por izquierda. Para ser claros: el contrabando fue una de las principales actividades realizadas por los comerciantes de Buenos Aires, forma de mantener activa y poblada a la ciudad, y financiando un dispositivo de defensa. Las intentos de reprimirlo fueron vanos, y se llegó al punto de comprar legalmente cargos públicos por parte de contrabandistas (en “subastas públicas”), quienes concentraban así poder socioeconómico y administrativo.
Eran habituales las alianzas entre contrabandistas y funcionarios, asociación de intereses y corrupción. Los comerciantes eran influyentes y ayudaban a los funcionarios a vivir una vida menos penosa en el Plata. De hecho, el contrabando es el origen de la hermosa ciudad de Colonia, que se convertiría por decisión de los portugueses en la puerta de escape del comercio de Buenos Aires y centro para el comercio no permitido.
Un documento de 1760 afirma que el contrabando “se hace sin reparo y a la vista pública”, y asegura que “los encargados de los registros avalan o participan del comercio ilegal”.
Los exorbitantes derechos que se cobraban en medio del sistema monopólico desalentaban el comercio legítimo. En la zona del Río de la Plata se concentraban quintas, chacras y estancias. El Riachuelo –un riacho apacible y no una cuenca contaminada como hoy– era zona clave de ingreso a la ciudad y puerto natural.
Los barcos descargaban los esclavos y las mercaderías en muelles privados, sin pasar por el Puerto ni por la vista de las autoridades. Los datos que “blanqueaban” los capitanes solían reflejar una pequeña parte del comercio que verdaderamente se realizaba.
Zacarías Moutoukias, en su clásico trabajo Contrabando y control colonial, explica que el contrabando en el Río de la Plata fue un fenómeno masivo que consistía en la “infracción regular de las normas” con la complicidad de los representantes de la Corona, quienes de este modo se integraban en la oligarquía local.
Poco interesa que esas actividades estuvieran prohibidas. “La confusión aumenta con la utilización del término corrupción, cargado de anacrónicas connotaciones delictivas”, desafía Moutoukias. Es que resulta delicado distinguir entre comercio legal e ilegal: ambos formaban parte del mismo fenómeno y eran protagonizados por las mismas personas.
Los historiadores juzgan al contrabando como algo parecido a una válvula de escape a las contradicciones del sistema; el comercio ilícito era consecuencia de la incapacidad de la industria española de abastecer a las plazas americanas, justificando la ilegalidad en la necesidad de sostener cierta prosperidad comercial que asegurara la existencia de los dominios hispanoamericanos. La complicidad de los funcionarios reales era justificada en los vacíos de las leyes, en los bajos sueldos que recibían y en la demora en cobrarlos.
Y, como se dijo, no necesitaban de misteriosos túneles: el contrabando se hacía a la luz del día.
(*) Diego Valenzuela es periodista e historiador.
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